A veces, cuando acabo de dar clase, cuento cosas que me parecen
bonitas o relevantes. Agradezco infinitamente ese momento en el que los demás
no tienen prisa y yo tengo inspiración para compartir, preguntar o contar.
Normalmente son cosas de la vida cotidiana, metáforas de mi propia experiencia
trasladadas a nuestro contexto de movimiento, posturas o respiración.
Son, en definitiva, las pequeñas leyendas que añado al
cuento que hemos creado juntos durante la clase.
El otro día tuve una clase muy íntima con dos bellas
mujeres. Y al final me sentí muy impulsada a hablar de lo que me hacía a mi
sentir la práctica de yoga. Y hablé del amor. De que cuando practico yoga, en
muchos momentos a lo largo de la sesión, siento mucho amor y agradecimiento.
Intensamente, no de trasfondo. En primer plano.
A veces me pregunto si puedo resultar repelente, sobre todo
a aquellos que desconocen el contexto en el que me expreso. Igualmente ese día
sentí el impulso de decir las cosas tal cual las sentía.
En realidad son como pequeños éxtasis, momentos en los que a
través del cuerpo, y en el cuerpo, realmente experimento una paz absoluta y la
fusión con el universo. Una verdadera integración interior, recompuesta en mis
fragmentos y mi coherencia.
Pues resulta que esta cursilada, que es un amor que
experimento en el cuerpo, recorriéndome y bailándome ¡tiene respaldo científico!
Porque la práctica de yoga incrementa la oxitocina en el cuerpo. Y la
oxitocina, como todas las mamis sabemos de cuerpo y corazón, es la droga más
salvaje que existe. Es la droga natural que hace que los cachorros propios nos despierten
la entrega radical al amor incondicional, en cuerpo y alma.
Hablo de cosas salvajes, y apasionadas… Dan ganas de practicar
yoga ¿verdad?