Nuestra historia nos define. No en lo que somos profundamente, sino en lo que aparentemente somos. Es decir, mucho de lo que hacemos y pensamos está marcado por el lugar en el que se encuentran nuestras raíces: nuestro linaje.
Personalmente no creo que en la semilla profunda del alma individual esté escrito ningún condicionamiento. Imagino sólo talentos y grandes cualidades con potencial de brotar y brillar. Sin embargo, en el día a día, a veces encontramos verdaderos baches y murallas internas en nuestra expresión de esos talentos. De repente, nos descubrimos haciendo más esfuerzo del que es realmente necesario, rozando y frenando el encuentro humano genuino y libre.
Así como la tensión muscular deforma el cuerpo, la tensión emocional y mental deforma el espíritu. Este tipo de tensiones nos ponen en alerta, preocupación, miedo y desconfianza. Y en ese estado no hay quien escuche o vea ese espacio luminoso que nos recuerda la función básica de la experiencia humana: amar y ser amados.
Hemos de tomar la decisión de si queremos seguir a lomos de nuestro corcel, quizás hermoso, pero cargado de historias ajenas. O bajar, y caminar a pie, descalzos, más ligeros, por las tierras desconocidas pero puras de nuestra historia personal.
La razón por la cual esta historia personal se enlaza de manera tan intensa con la de nuestro linaje invita a una interesante reflexión. Quizás a partir de nuestros padres, y de sus padres, hemos de desarrollar la visión clara y neta de lo que es amor, y lo que no es amor, para nosotros. Así como nuestros hijos reconocerán su propia verdad observando nuestra huella en su mundo.
Nuestra obligación: superar a nuestros padres y dejarnos superar por nuestros hijos. Superar significa ver qué zonas quedaron sin lustre en las mudanzas permanentes de las edades de nuestros mayores, y hacer todo lo posible pos sacarnos brillo compensando su opacidad.
La opacidad es esa costumbre de ignorar y hacer pereza para cambiar lo que realmente mejoraría nuestro impacto en el mundo (¡y nuestra calidad de vida!). La opacidad se hereda. Pero, al igual que en la epigenética, podemos mantener activa o inactiva esa cualidad en nosotros. Fundamentalmente el estilo de vida (pensamiento y acción) determina si quedamos encerrados en el traje de nuestros antepasados, o usamos ese traje para hacernos un vestido de volantes ¡y bailar con él!
En esta superación no hay arrogancia sino misión. Nadie falta al amor de otro por purificar el propio. Hemos de perderle el miedo a ofender a nuestros mayores, sin que nos duela que duden de nosotros, o se sientan cuestionados con nuestros nuevos volantes, encajes y lunares.
El primer paso es honrar. No se puede superar nada, y menos el Everest interior de la historia familiar, sin honrar y amar lo que se nos ha dado y a las personas que nos lo han dado. Sin aversiones, apegos, excusas o desidia estamos invitados a emprender el camino limpio de ser nosotros mismos. En este camino se siente la raíz que nos conecta al centro de la tierra (estable y tangible). Y se sienten alas para volar, sin mapa pero alto y suave.
Honrar es sacar enseñanza sin sacar las uñas a los que nos dieron su sangre y apellidos. Es entender que este encuentro es sagrado. Incómodo a veces, pero sagrado siempre.
En algún momento se separarán nuestros caminos de los de nuestros padres y nuestros hijos. No podremos quizás tocarnos, ni mirarnos, aunque siempre podremos sentirnos. Sin cuerpo no habrá abrazos ni enfados, quedaremos en paz pero físicamente separados.
Recordar esto me ayuda cada día. Aunque mi niña interior llore y se sienta sola, ya sé que no debo culpar a nadie, sino agradecerlo todo y engrandecerme dentro. Fácil no es el adjetivo adecuado para esta aventura pero ¿qué mejor manera de hacer las paces con todo y con todos?
No se me ocurre postura más hermosa y verdadera que mirarnos en el reflejo de los nuestros para encontrarnos a nosotros mismos.