Cuando hablamos desde el corazón nos sentimos internamente tranquilos y verdaderos, y hay un agradable silencio de fondo. No hay asomo de culpa, vergüenza, ira, competitividad o juicio. Y esto no es nada frecuente en nuestra sociedad.
Nos hemos criado en tiempos que invitan a una mirada espiritual muy estrecha. Podemos decir que todos somos uno ¿pero qué significa eso? ¿y cómo podemos llegar a sentirlo y creerlo en todas nuestras células?
Para mi la estrategia básica es hacer las paces con uno mismo y con el mundo. Dejar de pensar que hay malos y buenos, y que nosotros somos malos o buenos. Descartar el aspecto dual para dar paso al aspecto integrador y cohesivo de la experiencia humana es para mi un paso fundamental en la comprensión de la enseñanza basada en el corazón. Esta enseñanza no habla sólo del aspecto emocional, sino también de la fisiología que acompaña a este estado emocional.
¿Qué cosas son importantes en este contexto? Cómo nos comunicamos, no sólo a nivel de palabra, sino de sentimiento, emoción e intención. Cómo nos posicionamos internamente, si estamos en nuestra mente o en nuestro corazón. Cómo miramos a los demás, si por encima del hombro o a los ojos. Cómo permitimos la expresión de las diferencias, sin fomentar la competitividad. Entre otras...
Todo esto, y sus variaciones sutiles y gruesas, da lugar a grandes diferencias en la experiencia que se genera en un contexto de enseñanza. La enseñanza inspirada es, inevitablemente, una enseñanza orientada a abrir el corazón de los demás desde la apertura del nuestro. Aunque se nutre y apoya en conocimientos teóricos, filosóficos y anatómicos, su principal fuente es la conexión del profesor con su propia verdad personal (sus talentos, limitaciones, pasiones, miedos,…). Esta conexión se hace en cada momento de la vida cotidiana, y debe hacerse especialmente cuando vamos a enseñar.
Yo tengo mi propio método, que evoluciona cada día, y más o menos se desarrolla según explico a continuación:
Lo primero que hago cuando me pongo en una esterilla a dar una clase (haya una persona, un grupo grande o una cámara grabando) es recordar quién soy y qué quiero ofrecer. Me recuerdo que el encuentro es sagrado y conecto con el momento presente para liberarme de las expectativas que yo misma o los alumnos puedan tener, para quitarme la presión de tener que estar a la altura o tener todas las respuestas. Necesito vaciarme para que todo esto pueda emerger, sin que yo tenga que empujar, perseguir o exigirme nada. Me limito a ser yo misma: pongo en la esterilla conmigo mi pasión, mi honestidad, mi vulnerabilidad y mi amor por lo que hago, y me concentro en sentir a las personas que con su valentía se han decidido a compartir un rato conmigo. Lo siguiente que hago, si es una clase en directo, es dar la bienvenida y, si no me conocen, explico brevemente que en este contexto y en este momento son naturales y deseables las diferencias, y que la práctica no pretende homogeneizar, sino dar espacio para que cada uno pueda encontrar su libertad y su verdad. No tengo miedo a decir lo que siento, y expongo el gran camino que me queda por recorrer para que nadie sienta que voy por delante en ningún sentido. Animo a todos los alumnos a que den lo mejor de si mismos, que se amen, se respeten y salgan de su zona de confort para entrar en la zona del descubrimiento y la aventura. Yo, por mi parte, me comprometo a hacer lo mismo.
A nivel fisiológico todos nos beneficiamos de estas intenciones. Mi latido cardíaco empieza a ser más coherente y mi campo de información (electromagnético y mensurable) empieza a interactuar con el de los demás de manera más eficiente. Yo sé que si me trato bien internamente también trato bien a los alumnos. Mi respiración se vuelve regular, a pesar de que estoy hablando, mi lentitud se vuelve un ejemplo para las neuronas espejo de los alumnos, y mi relajación facial desactiva los mecanismos biológicos de defensa que se activarían si sintieran que estoy tensa (para mayor comprensión de estos principios estudiar el concepto de la comunicación compasiva del neurocientífico Mark Waldman).
Cuando habitamos nuestro corazón, nos convertimos en un espacio de seguridad para los alumnos, y entonces se desactivan en ellos las respuestas fisiológicas de estrés o miedo. En este contexto las ondas cerebrales se ralentizan y se produce un aprendizaje más puro, sereno y natural. Por no hablar de que nos vamos todos a casa flotando y agradecidos de estar vivos, dispuestos a disfrutar de cada momento.
Esto es lo que trae la enseñanza que se dirige al corazón; una unificación a nivel de intenciones y sentimientos. Personalmente creo que es muy difícil que todos nos pongamos de acuerdo respecto a todos los aspectos técnicos del yoga (el alineamiento, por ejemplo). Sin embargo, creo que todos podríamos llegar a estar de acuerdo en que queremos enseñar desde el corazón y acariciar el corazón de los que nos rodean. Eso nos unifica y trae una coherencia global al proyecto que tenemos de ser útiles y verdaderos, más allá del éxito exterior (siempre débil si no existen la paz interior y la devoción).
Por nuestra parte, como profesores, quizás podemos indagar un poco más cada día en nuestra verdadera naturaleza, la misión de la experiencia humana, las funciones de la mente, la relevancia de las emociones, nuestra vida espiritual… Y seguir haciéndonos las grandes preguntas: ¿cuál es mi relación con la vida? ¿mi misión en el mundo? ¿mi manera de servir? ¿quién soy y cómo puedo contactar con ese estado de ser?
Estas preguntas, filosóficas y existenciales, han sido denominador común de todas las generaciones que han pisado la tierra. No tienen que dejarnos paralizados o pasivos, sino ayudarnos a traer las acciones poderosas e inspiradas que fortalecen el puente entre el mundo interior y el exterior.
Nuestro corazón empieza dentro de nosotros y se extiende en infinitas ramificaciones al mundo exterior. Bonitas raíces y buena poda, bonitas ramas y ricos frutos.